(Luisa R. G. Novelúa) |
En lugar de evaporarse cuando despertó, su
pesadilla se sentó a su lado a fumar tranquilamente un habano, de esos que a él
tanto le gustaban y le había prohibido el neumólogo. Era hermosa y sensual,
como las volutas de humo que se elevaban engarzadas hacia el cielo amenazador,
pero su mirada ausente le golpeó hasta provocarle un dolor físico que creía olvidado.
La misma opresión en el pecho, la misma respiración entrecortada, la misma
angustia que años atrás lo habían empujado a dar un portazo para dejar atrás la
indiferencia.
Los cuatro goterones que anunciaron el
aguacero lo obligaron a cobijarse bajo una marquesina. Carreras, exclamaciones,
risas y, en unos segundos, el parque quedó desierto. Ni rastro tampoco de la
ensoñación, que debió de convertirse en lluvia en cuanto él le dio la espalda,
así que al escampar retomó aliviado su rutina solitaria. Sin embargo, empezó a
preocuparse la mañana en que se dio cuenta de que había elegido, otra vez, el
mismo banco. Y peor fue cuando comenzó a echarla de menos, a ella también.