Luisa R. Novelúa |
El
blanco tenía que ser nuclear, el azul, noche, y el negro, azabache.
Era una sentencia que yo acataba sin rechistar, a pesar de que lo de
nuclear me sonaba
a un accidente del que hablaban todos los días en televisión y,
para mí, el único color negro fuese
el de la noche. Así que cuando mis ocupaciones infantiles me lo
permitían, ocupaba mi rincón en aquella
cueva de Alí Babá y asistía al ritual con el que Manuel componía
su traje.
Mi
familia se mudó a otro barrio cuando yo aún no había cumplido
nueve años, y ese recuerdo se fue diluyendo hasta que me sacudió
por sorpresa durante el registro de una
vivienda en la que se había hallado el cadáver de un hombre que
llevaba meses muerto sin que nadie le hubiese echado de menos.
Entre
montañas de objetos
sin utilidad aparente, un espacio reservado a decenas de cuadros, el
mismo que yo había visto pintar tantas veces, y numerosos tubos y
pinceles perfectamente
ordenados. Apenas pude ocultar mi emoción al reconocer el lugar que
un día fue mágico, y me sentí ruin por no tener el valor de
confesar a mis compañeros de brigada que allí tenían la respuesta
a sus chanzas sobre mi forma de vestir.