L. Novelúa |
―Deberías airearte un poco ―dijo la abuela sin mirar a nadie
mientras recogía los platos.
El desconcierto consiguió acallarlos, y aún seguían en silencio cuando regresó con el café y la mirada ausente.
El desconcierto consiguió acallarlos, y aún seguían en silencio cuando regresó con el café y la mirada ausente.
Todos
se sentían aludidos y avergonzados. Ironías, reproches, acusaciones. Cada uno
tenía algo de qué arrepentirse. Sin embargo, ella seguía ensimismada, como si
la acalorada discusión no hubiese arruinado la cena que los había reunido por
primera vez en muchos años.
Se
le parecían tanto, que era como si él todavía estuviese allí. Por eso, en cuanto se
marchasen, cerraría puerta y ventanas para quedarse sola, al fin.