Luisa R. Novelúa |
Aunque
solo éramos tres, nos gustaba jugar a Los Cinco. A mí me llamaban el Monstruo
de las Galletas. Mi hermana, alegre y cándida, estuvo encantada de ser Heidi
hasta que la pubertad asomó a su cuerpo y empezó a renegar de todo lo que
tuviese un tufo infantil. Sin embargo, a nuestro primo Adrián siempre le
enfureció que lo rebautizasen como Pipi Calzaslargas, a pesar de que nadie
tenía la culpa de que fuera el único pelirrojo del colegio. Nosotros, por si
acaso, nos cuidábamos mucho de
provocarlo.
Decidimos
ampliar el grupo cuando nos prendamos del san bernardo del nuevo vecino de los
abuelos. Adrián, con la autoridad que le daba ser el mayor, lo planificó todo.
Pero no tuvo en cuenta que el perro, por más que nos empeñásemos, no atendía al
nombre de Niebla, que la puerta del cobertizo se quedaría bloqueada con los
cuatro dentro y, menos aún, que yo iba a atascar la claraboya, nuestra única
vía de escape.
Peor
fue cuando, después de una interminable noche allí encerrados, un chirrido de
bisagras anunció la entrada de aquel hombre. Heidi, fiel a nuestro pacto,
respondió a su siniestra mirada:
―Pipi
no fue.