Luisa R. Novelúa |
Una nube se enfrenta al sol prepotente. En lugar de la exploradora que precede al ejército, parece un ave desorientada que ha perdido el rumbo de su bandada. Su sombra mitiga por unos minutos el calor que aplasta a Manuel contra el asfalto. El anciano cierra los ojos para sentir la brisa cargada de olores, a candil de gas, a queso curado, a hierba recién segada; y de sonidos, el de las gotas de lluvia rebotando entre las hojas de los robles, el del primer canto del cuco en abril, el de palabras que ningún otro idioma puede traducir. Todo aquello de lo que huyó.
Cuánto le gustaría subir a esa nube para regresar a casa. Sin embargo, cuando el cielo vuelve a despejarse siente las raíces que le amarran con fuerza a esta nueva tierra, las de la mujer que conoció aquí, las de los hijos y nietos extraños a sus orígenes, las del bienestar que superó sus sueños. Y aun así, sesenta años después sabe, como el primer día en que llegó cargado de ilusiones e incertidumbres, que su lugar siempre será otro.