(Imagen de Google) |
Son las doce horas, un minuto y quince segundos del tres de noviembre. El cielo está límpido y el cóndor que ha guiado nuestro camino planea majestuoso. Imagino la silueta de su sombra desplazándose sobre la nieve, aunque desde aquí no puedo verla. Tampoco veo a Javi, ni oigo la risa de Antón, y a pesar de que a Miguel lo perdimos hace dos días, no me siento solo. No sé hasta cuándo podré seguir hablando, pero si algún día escuchas esto, quiero que sepas que cada segundo es un regalo que no voy a desperdiciar.