Luisa R. Novelúa |
Encontré
su bicicleta apoyada en las nasas de pescar pulpo, pero ningún otro rastro de
Xurxo. El muelle, inusitadamente desierto a esa hora de la tarde, había sido
tomado por cientos de gaviotas con su desafinado concierto de graznidos, que
herían casi tanto como el silencio con el que él sostuvo mi mirada antes de dar
media vuelta y alejarse pedaleando.
Si
lo hubiera seguido, en lugar de esperar enfurruñada a que regresase con algún
regalo de desagravio, como ocurría cada vez que nos enfadábamos, quizá ahora
estuviésemos explorando la gruta que había descubierto para mí en una de las
calas que teníamos totalmente prohibidas por su difícil acceso, o tomando un
helado en la dársena, junto a las rederas que nos atrapaban con sus historias
de aparecidos.
Pero
en esta ocasión era diferente. Miré el reloj. Se hacía tarde. No seguiría
buscándolo más, ni le pediría perdón por haber sido tan tajante al contestarle
que prefería ir a la fiesta de mis vecinos. Dejé mi bicicleta junto a la suya,
sin saber aún que algo había terminado.
Qué bonito Luisa, un recorrido hermoso que deja al final el corazón encogido, me gusta y la foto también me gusta mucho.
ResponderEliminarGracias, Lourdes. De hecho, la foto me inspiró la historia. :))) Besosss.
ResponderEliminar