Lo
suyo fue un flechazo, y desde la primera caricia nada los ha separado, ni las
presiones familiares, ni los problemas económicos, ni el desgaste de los años.
Ya ha perdido la cuenta de los miles de kilómetros que han compartido por
carreteras de varios continentes, unas veces como un centauro solitario, otras,
en procesiones fraternales.
Pero
si en lugar de confiarse tanto hubiese prestado más atención a miradas y cuchicheos,
ahora no le sorprendería el tacto de unas manos desconocidas, ni la sonrisa malévola
con la que, desde su plaza de garaje, la despide una flamante Ducati.
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