Aún
recuerdo la mañana que encontré tres estrellas de mar. Lloviznaba y había sido
el primero en levantarme para aprovechar la marea baja. Antes de cerrar la
puerta mamá me llamó desde su habitación, pero preferí no darme por enterado.
La playa kilométrica me esperaba llena de tesoros.
Sin
embargo, mi entusiasmo se fue desinflando de vuelta al apartamento, mientras arrastraba
la bolsa con mis nuevas adquisiciones, y empezó a preocuparme la
discusión que había escuchado desde mi cama la noche anterior.
Encontré
a papá arrojando paquetes dentro del coche. En cuanto me vio señaló mi bolsa y
me ordenó que la tirase. Las vacaciones se habían terminado, y mamá tampoco
parecía dispuesta a que me llevase nada que pudiera recordarlas. Estaba muy
enfadada conmigo porque me había marchado sin avisar, así que de nada sirvió
llorar, ni implorar, ni patalear.
Sólo
pude salvar mis estrellas, que escondí debajo de la moqueta del maletero. Pero no
me volví a acordar de ellas hasta una semana después, cuando papá se quejó de que el coche apestaba. Allí las dejé hasta que se secaron.
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