lunes, 22 de junio de 2015

Pacto de silencio

Luisa R. Novelúa

Aunque solo éramos tres, nos gustaba jugar a Los Cinco. A mí me llamaban el Monstruo de las Galletas. Mi hermana, alegre y cándida, estuvo encantada de ser Heidi hasta que la pubertad asomó a su cuerpo y empezó a renegar de todo lo que tuviese un tufo infantil. Sin embargo, a nuestro primo Adrián siempre le enfureció que lo rebautizasen como Pipi Calzaslargas, a pesar de que nadie tenía la culpa de que fuera el único pelirrojo del colegio. Nosotros, por si acaso,  nos cuidábamos mucho de provocarlo.

Decidimos ampliar el grupo cuando nos prendamos del san bernardo del nuevo vecino de los abuelos. Adrián, con la autoridad que le daba ser el mayor, lo planificó todo. Pero no tuvo en cuenta que el perro, por más que nos empeñásemos, no atendía al nombre de Niebla, que la puerta del cobertizo se quedaría bloqueada con los cuatro dentro y, menos aún, que yo iba a atascar la claraboya, nuestra única vía de escape.

Peor fue cuando, después de una interminable noche allí encerrados, un chirrido de bisagras anunció la entrada de aquel hombre. Heidi, fiel a nuestro pacto, respondió a su siniestra mirada:

―Pipi no fue.