jueves, 13 de junio de 2019

Como un pincel

Luisa R. Novelúa


El blanco tenía que ser nuclear, el azul, noche, y el negro, azabache. Era una sentencia que yo acataba sin rechistar, a pesar de que lo de nuclear me sonaba a un accidente del que hablaban todos los días en televisión y, para mí, el único color negro fuese el de la noche. Así que cuando mis ocupaciones infantiles me lo permitían, ocupaba mi rincón en aquella cueva de Alí Babá y asistía al ritual con el que Manuel componía su traje.

Mi familia se mudó a otro barrio cuando yo aún no había cumplido nueve años, y ese recuerdo se fue diluyendo hasta que me sacudió por sorpresa durante el registro de una vivienda en la que se había hallado el cadáver de un hombre que llevaba meses muerto sin que nadie le hubiese echado de menos.

Entre montañas de objetos sin utilidad aparente, un espacio reservado a decenas de cuadros, el mismo que yo había visto pintar tantas veces, y numerosos tubos y pinceles perfectamente ordenados. Apenas pude ocultar mi emoción al reconocer el lugar que un día fue mágico, y me sentí ruin por no tener el valor de confesar a mis compañeros de brigada que allí tenían la respuesta a sus chanzas sobre mi forma de vestir.




viernes, 1 de marzo de 2019

No eres tú, soy yo

Luisa R. Novelúa


Acabo de leer en Google que el verde es el color más relajante para el ojo humano, así que ya he decidido qué pintura voy a comprar para nuestro dormitorio. No es que piense que sea necesario, pero nunca está de más prevenir, porque quizá haga falta algo más que una mentira piadosa.


miércoles, 9 de enero de 2019

Comunicación

Luisa R. Novelúa



Había conseguido sorprenderlos. No esperaban que los Reyes Magos se acordasen también de ellos. Su cruce de miradas se dirigió a Julián, que los observaba expectante sin haber abierto aún sus regalos. Era evidente que no sabían qué decir, ni si debían decir algo.

El paquete que sostenía su madre, con los dos nombres escritos con caligrafía infantil, guardaba un objeto mágico. Julián había oído hablar de él en televisión, en uno de esos aburridos programas que veía su madre durante horas, las mismas que pasaba su padre frente al ordenador. Así se lo había explicado a su tía Elena, su cómplice. Tenía muy claro que si había evitado guerras, su teléfono rojo también impediría una separación.