Luisa R. Novelúa |
Una
bola de pelo gigante la arrolló por sorpresa, a traición, cuando en
su vida ya no quedaban páginas en blanco. Tras la correa que
arrastraba por el sendero tapizado de otoño, un hombre atildado la
miró desde su atalaya de presunción mientras intentaba retomar el
control de la perra, que se resistía como si huyese de un anuncio
publicitario para zambullirse en el mundo real.
La
samoyedo le demostró así amor a primera vista, como el que sintió
ella por Miki, la gata de pocas semanas que rescató de un
contenedor. Por eso no hicieron falta explicaciones. Ni en esa
ocasión, ni en las siguientes, cada vez más frecuentes a media que
sus esporádicos paseos por el parque se fueron adaptando a la rutina
canina.
Aún
no entendía por qué un domingo los invitó a subir al caos de su
casa, ni por qué dudó el día que él le propuso quedarse para
siempre. Quizá fue por la fragancia de mimosas que reptó hasta su
ventana para advertirle del peligro de las especies invasoras. Pero
Miki decidió por ella cuando se ovilló al calor de aquel gran
peluche blanco. A veces, para sobrevivir había que arriesgar.