Luisa R. Novelúa |
El
batiscafo que había ocupado su parte de la pared emergió de la caja
de cartón como un torpedo directo al corazón. Noqueada hasta el
extremo de no oír las exclamaciones de su hermana cuando desplegó
el póster gigante de Leif Garrett, tardó unos segundos infinitos en
lanzarse a la búsqueda de la enciclopedia del mundo submarino, que
aún conservaba el olor de sus sueños infantiles.
Todo
estaba allí, en el trastero del piso familiar que acababan de poner
a la venta tras la muerte de su padre y el ingreso de su madre en una
residencia especializada en demencia senil: las carpetas de María,
forradas con pegatinas de la revista SuperPop y que ella
despreciaba desde la superioridad de su vocación inquebrantable, o
el gorro rojo que usó hasta bien entrada la adolescencia.
Pero
hacía tanto tiempo que había dejado de echarlo de menos que ahora no sabía
qué hacer con el espejo que le devolvía la imagen irreconocible de
quien quiso ser. Era como si su madre, desde el abismo de su
desmemoria, le devolviese con un golpe de mar lo que parecía
olvidado para siempre.