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Luisa R. Novelúa |
La
abeja correteaba por su brazo con la urgencia de quien tiene mucho
que hacer. Atraída quizá por el olor de la crema de protección
solar, parecía haber encontrado un mar de néctar en la piel pecosa
de Andrea.
Ella
se limitaba a observar al insecto con la atención de un apicultor,
como había visto hacer tantas veces a su padre cuando permanecía
horas apostado frente a alguna de las colmenas, ajeno a la mirada
fascinada de su hija.
Todavía
se preguntaba, después de tantos años, qué pasaba por la cabeza de
aquel hombre hermético al que nunca había dejado de querer, a pesar
de estar siempre ausente, incluso cuando aún vivía con ellos.
Tal
vez él también quería huir, sin saber muy bien por qué, y
entendiese mejor que nadie su deseo de que aquella abeja libase el
dolor que supuraba por los poros, con la esperanza de que quedase
sellado para siempre en las casillas del olvido.
De
repente, quiso sentir el picotazo del aguijón y que el veneno
actuase de analgésico. Sin embargo, la mano quedó suspendida en el
aire, como si alguien la hubiese sujetado con fuerza para evitar el
aplastamiento. Escondido detrás de la vegetación, su hijo la
espiaba. No sabía cuánto tiempo llevaría observándola, pero
cuando lo descubrió, la abeja voló.